miércoles, 31 de marzo de 2010

Un Viernes Santo más dulce que ese beso



Me voy como buen cristiano de procesiones a Savilla, dejo preparado para este Viernes esta joya del poeta inmenso César Vallejo: El poeta a su amada

Amada, en esta noche tú te has crucificado
sobre los dos maderos curvados de mi beso;
y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado,
y que hay un viernes santo más dulce que ese beso.

En esta noche clara que tanto me has mirado,
la Muerte ha estado alegre y ha cantado en su hueso.
En esta noche de setiembre se ha oficiado
mi segunda caída y el más humano beso.

Amada, moriremos los dos juntos, muy juntos;
se irá secando a pausas nuestra excelsa amargura;
y habrán tocado a sombra nuestros labios difuntos.

Y ya no habrá reproches en tus ojos benditos;
ni volveré a ofenderte. Y en una sepultura
los dos nos dormiremos, como dos hermanitos.


En otro post ya hablamos de este poeta de capacidad humana y poética envidiable.

Para este mismo día, en mi bitácora sobre La Belleza tenéis una de las composiciones más hermosas creadas por un ser humano.

lunes, 29 de marzo de 2010

Los libros de la universidad



¡Cuánto tardas en salir,
sol de hoy, sol de hoy!
¡Sal que me ahogo!
¡Que parece que me están
reteniendo el corazón!
¡ Sal que me ahogo!
(Juan Ramón Jiménez. Piedra y Cielo)



Las ilusiones perdidas, de Honoré de Balzac

En aquel sueño era de noche, y yo estaba sentado en el camino que sube al Campo Santo de Cadalso de los Vidrios, el pueblo donde iba en todas las vacaciones y casi todos los fines de semana. Casi al lado del cementerio.
Leía Las ilusones perdidas, de Honoré de Balzac, en la edición de su obra completa en Aguilar.
Junto a mí, de pie, un hombre esperaba a que terminara la lectura del libro para asesinarme.
En aquel sueño el asesino no sabía mis intenciones: nunca cerraría aquel libro, no le daría ese placer.
De ahí viene mi superstición, una de tantas, de tener siempre un libro empezado.
Es uno de los mejores libros que leerás nunca, si algún día lo lees. Su título lo dice todo.
Nos lo mandó César Antonio Molina, ex Ministro de Cultura y antíguo profesor nuestro, que impartía la asignatura de Historia de la Prensa.
El libro es un gran fresco de la vida literaria y periodística en el París del XIX. Entre otros temas, trata de qué manera es fácil corromperse en el mundo del periodismo, y qué fácil es engañar y engañarse.
Recuerdo sobre todo un pasaje en el que uno de los personajes, leyendo una mala crítica que le habían hecho de una obra suya, enseña a su crítico cómo hacerlo bien, firmando con otro nombre y publicando en prensa esa crítica negativa, con mayor calidad que la del otro. Demostrando así que el primer crítico de cada cual ha de ser uno mismo, sólo eso te hace fuerte ante las críticas ajenas.
Pocos libros compré para la universidad, quizá tan sólo algún manual. Mis lugares de abastecimiento eran las bibliotecas: la de la universidad, la de cajamadrid, la municipal y la de la comunidad. La red de bibliotecas de la comunidad, por ejemplo, es posible que tenga todo lo que un estudiante de humanidades pueda necesitar. A lo mejor no lo encuentras en Aluche, pero sí en la biblioteca de Puerta de Toledo, o en la central en la calle Felipe el Hermoso (una de las calles, para más misterio, más difíciles de encontrar, lo que ofrece a su visitante la aventura de sentirse en un lugar clandestino).

Piedra y Cielo, de Juan Ramón Jiménez
Un año antes de entrar en la Carlos III yo llevaba el pelo largo para resarcirme de los tres años de pelón que pasé en la Escuela de Hostelería. Me había vuelto un rebelde que escribía acrósticos, entre otros juegos. Exploraba caminos, con curiosidad y entrega. Fueron años fecundos.
Antes de entrar en la facultad de Humanidades me volví a rapar, volví a la normalidad, pero seguí con los acrósticos. Ahí me tenéis, a primera hora de clase, poniendo cara de interés al profesor de Teoría del Derecho mientras que con la otra mano le sacaba versos a cada letra de un verso.
A pocos profesores escuchaba con verdadero interés. O daba rienda suelta a mi creatividad, o jugaba a los barquitos y al ahorcado con Azulaza -así me firmaba los comentarios años después en Libro de Arena-, o hacíamos manifiestos los akabaos -¿te acuerdas, Gabs?-.
Las clases del Poeta Jorge Urrutia eran la excepción, por excepcionales. Ahí dejábamos nuestros jueguecitos y creaciones y nos dedicábamos a aprender algo interesante: Literatura.
Sus clases sobre Simbolismo fueron las más importantes para mí. Nos enseñó a leer Platero y Yo, un libro adulto, no una selección de estampitas coñazo para tormento de los niños.
Un día nos trajo a su amigo Paco Umbral, para que nos leyera fragmentos de Trilogía de Madrid.
Otro día le vimos llorar, emocionado. Había muerto Rafael Alberti. Nos pasamos la clase leyendo poemas suyos, y escuchando momentos de su vida y obra.
Otro sólo fuimos a clase cuatro gatos, por lo que nos invitó a un café. Dio la casualidad que yo llevaba una selección de poesía de Alberti que él no conocía y que estuvo hojeando.
Impartía las clases de Movimientos Literarios, Semiótica, Literatura y cine, y Nuevos Movimientos Literarios. Así es que nos hizo leer mucho, y para los trabajos nos dejaba escoger.
Hubo un trabajo en el que teníamos que escoger una novela, una obra de teatro, y un libro de poemas. Y relacionarlos.
Yo escogí Madame Bovary, La vida es sueño, y Cantos de Vida y Esperanza. Ya os podéis figurar cual era el tema.
Gracias a sus clases leí Las Afinidades Electivas, de Goethe; y La Cantante Calva, de Ionesco. Entre otras muchas. Recuerdo ahora una obra de teatro de Ramón Gómez de la Serna, Utopía, que nos muestra un perfil distinto y complementario de este genio.
Pero, sobre todo, Piedra y Cielo, de Juan Ramón Jiménez, obra poética sobre creación poética. Aprendí aquí la sencillez con que ha de decirse lo complejo. Casi toda la poesía, desde entonces, me parece paja, una complicación que nada dice.
Y que hay que saber leer el verso, con todo tu bagaje, para saber no ya explicar, si no comprender.
A la mierda todos los comentarios de texto y reseñas críticas sobre poesía, ya no me importan.
Juan Rámón Jiménez y el Antonio Machado de las Soledades son la cima, los poetas del alma. Con San Juan de la Cruz, los más grandes en lengua castellana. Al Lorca más sencillo también le incluiría. Siendo tan grandes un centenar de poetas que hicieron la historia literaria.

Narratología

También aprendí mucho de Literatura en la asignatura de Narratología, de la profesora los muchachitos estábamos carnalmente enamorados. ¡Qué bien vestía el pantalón vaquero! Qué guapa era. Presentaba además un programa en la tele.
También leímos ahí buenos libros, Insolación, de la Pardo Bazán -novela moderna que toma un tema escabroso en esos días: la libertad de la mujer de hacer con su vida lo que le dé la gana-, La Muerte en Venecia, de Thomas Mann.
Apredí mucho de cuentos, de arquetipos, de juegos literarios.
Yo le caía simpático, tenía la costumbre de preguntarme a mí, lo mismo como vengaza.
Es que un día nos explicó Rayuela, de Sto Julio Cortázar un pasaje. Yo levanté la mano y dije: eso no es así. Entonces lo expliqué yo. Pero en vez de odiarme por ello me eligió a mí como alumno repelente empollón que da asco, y hasta me puso un sobresaliente.
Yo hubiera preferido que me tirara los tejos.
Que me hubiera suspendido y que a la hora de reclamar en su despacho hubiésemos jugado a la rayuela. Por ejemplo.
Esa es la razón por la que no digo su añorado nombre que me trae el recuerdo de su añorada figura.

Teatro

Al que no caí tan bien fue al profe de teatro, que me paró los pies por hacerme el listillo. Tenía por costumbre, envalentonado por mis hazañas narratológicas, de levantar la mano a cada momento para dar un poco el coñazo con alguna de mis ideas. Hasta que un día me dijo que dejara de especular ya, y entonces, con el rabo entre las piernas, recibí mi cura de humildad.
Sin embargo eran buenos libros los que leí para esa clase. Recuerdo con especial admiración el Woyzeck de Büchner, y La señorita Julia, de Strindberg.
Martes de Carnaval, de Valle-Inclán, no recuerdo si fue en esta clase o en alguna de las de Jorge Urrutia.

Los placeres de la imaginación, de Joseph Addison

De las diversas clases sobre Arte que tuvimos, recuerdo con especial cariño la asignatura de Estética, impartida por Federico Castro.
Conceptos como Lo sublime, Lo bello, Lo pintoresco, Lo grotesco...
Gustándome el título -yo, que soy tan dado a abandonarme a los placeres de la imaginación- la obra me satisfizo y me aclaró ciertos conceptos.

Dirección única, de Walter Benjamin

Los ilustres Carlos Thiebaut y Antonio Valdecantos se repartían las asignaturas de Filosofía.
A veces nos daban el placer de sus riñas dialécticas, yo nunca me enteraba de mucho, pero luego sacaba unas notas altísimas. Con lo que llegué a la conclusión de que para la Filosofía, más que comprender el mundo, hay que tener imaginación para el mundo.
Había que hacer una reseña crítica sobre algún libro de pensamiento, y yo escogí el de Benjamin, con frases del tipo: Los libros y las prostitutas pueden llevarse a la cama
El trabajo lo escribí con mi máquina de escribir portátil y Thiebaut me puso una nota: ¿es que no tienes ordenador? Pero luego saqué sobresaliente, y sin ordenador.
Me gustó ese libro porque tenía algunos pensamientos muy románticos a su amada, y yo otra cosa no, pero romanticón soy un rato. Algún día dedicaré un post a Walter Benjamin, cuya maleta permanece junto a la de Antonio Machado, perdidas las dos en una huída sin solución alguna, junto con alguna joya que lo mismo se ha perdido para siempre.

Sociología, ¡oh, el amor!

Me enamoré irremediablemente de Blanca Muñoz, pero este amor no era como el que sentía por la seño de Narratología. El amor por Blanca era platónico, abnegado, esclavo, caballeresco.
Tanto que no sólo leí los libros que nos mandó, siendo algunos unos tochazos increíbles, como Critica de la economía política del signo, de Braudrillard, al que malévolamente llamábamos Ladrillard; si no que los leí con el goce con que leía las novelas de Pepe Carvalho.
Apocalípticos e integrados, de Umberto Eco, por ejemplo. Un señor exquisito, el menda. Luego escribiría best-sellers, y todo, pero anda que no ponía a caldo la cultura de masas, de la que yo, ¡oh! no era más que un integrado.
Estoy de elitistas y élites hasta los carayos.
Esta mujer nos mandó leer más que el mismo Jorge Urrutia. Era una embaucadora, mediante la herramienta de la pasión nos convencía, la única que vale para convencer al alumno. Porque, si un maestro no disfruta de la materia que imparte...
Cada una de sus clases era un liarse a tomar apuntes como quien se da a un festín, nos miraba siempre sonriente, con ojazos de medium a lo Madame Blavatsky. Yo creo que nos hipnotizaba.
Nos daba clase de Teoría Social, y de Sociología de la Cultura de Masas.
Esta mujer tenía un retrato de Marx en el despacho, y fumaba en pipa.
Luego, en el polo opuesto, escogí de libre elección una asignatura de políticas, impartida por Miguel Ángel Quintanilla Navarro. Era necesario ver otras ideas, ya Pedro Fraile en las asignaturas de economía nos habló del liberalismo.
Este señor, Quintanilla, era del sector duro del liberalismo, y al igual que con Blanca disfruté de sus clases. Era un pozo de sabiduría, también, y estuvo a punto de que me volviera de derechas. Él, y Mario Vargas Llosa, son los únicos que casi lo lograron.
Dos conceptos de libertad, de Isaiah Berlin, uno de los ensayos más amenos, y uno de los mejores -en este área del pensamiento político- que he llegado a leer.

Otros sueños

Cuando estaba en segundo de carrera cogí un gripazo de los buenos, de los de tener alta fiebre y delirios en duermevelas.
Soñaba con versos.
Una tarde me levanté, con la sensibilidad a flor de piel, aún no ida del todo la fiebre. Me acerqué a una ventana, alguien silbaba intensa y armoniosamente la escolania de Borodín, de las danzas del Príncipe Igor. Sentí que no había escuchado nunca algo tan hermoso.
Cuando mejoré volví a clase. Me había desaparecido el bono transporte, por lo que tenía que ir a pata a la estación de Laguna, y allí coger el tren a Getafe. A esas horas de la madrugada el sol iba delante de mí, impidiéndome ver claramente, haciendo del camino por la Cuña Verde -donde aún acampaban algunos gitanos- algo irreal y dorado. Aún se dejaba ver por ahí algún borriquillo.
Estaba yo con la tontería del platero, fíjate tú.
Luego, por esos años de universidad, también soñé con La Pasión. Estaba en un teatro, en las primeras filas. Delante de mí había una chica vestida de rojo, de muy buen ver. Yo le decía a un amigo: mira, La Pasión. Me la llevaba a un túnel, a un subterráneo, y allí la metía mano. Un sueño cargado de simbolismo.

Coda

A falta de dos asignaturas dejé la carrera, había otra asignatura, esta personal -no académica-, que no había aprobado, y eso me jodía. Para colmo me ví dentro de un absurdo, con sueldos ínfimos y abusos laborales. Me convertí en una especie de Bartleby, pero de Aluche. Sólo trabajaba, leía, escribía, pero cuando me hablaban de terminar la carrera sonreía y asentía, mientras decía: no. Un dolor enorme, de años, me interrogaba por dentro, ¿de qué iba a servirme ese título?
Luego, años después, cuando mandé a la mierda lo que tenía que mandar, me animé a terminarla. Pero aún sigo preguntándome de qué me sirve a mí ese papel, si la asignatura más importante no me la concedieron.
Sólo valió la pena por dos razones, las mismas que nos decía Blanca Muñoz: de aquí sólo os vais a llevar dos cosas, los libros que leais y los amigos que hagáis.
Y así fue.

domingo, 28 de marzo de 2010

Tres versiones de la misma lluvia



Es una de mis canciones, de las más hermosas que escuché nunca.
Yo la había oído por el viejo Rod, pero -carencias del que no sabe de idiomas-, no sabía ni su título, ni qué decían sus palabras.
Hasta que una noche, hará más de dos años, la escuché en un garito de La Latina, con otra voz, y le pregunté al camarero:
-¿Quiénes son éstos?
-No sé, son los Creedence Cearwater Revival, ¿no?



Fue la misma noche en la que robamos una botella de vino blanco en otro local.
Era un vino bueno, lo usé para guisar. Los platos salían con una sabrosa calidad, una reminiscencia en las salsas a delito, un ligero bouquet a remordimiento.
Me gustan las dos versiones: la autenticidad, lo genuino, en los setenteros Creedence; pero la prefiero en la voz desgarrada de Rod, con el toque añadido de la emotividad del clamor del público.
En la versión punk de Los Ramones tenemos la juventud y el desenfato, el ritmo alegre, rápido y chispeante de las gotas de lluvia en fiestas de ayer y calles mojadas.
¿Cuál prefieres tú? En el vídeo de los Creedence tienes la letra y la traducción.
¡Vota, ciudadana, ciudadano! Ejerce tu derecho.

martes, 23 de marzo de 2010

La lluvia antes de caer, de Jonathan Coe

Podría estar toda la vida leyendo novela inglesa y sería tan feliz, sin precisar nada más que otro tipo de literatura. Claro es que también, si tan sólo leyera a Umbral, todo él una literatura, podría llenar las horas de lectura. Una vez terminada su obra completa, la relectura sería una de esas repeticiones de estilo que él manejaba tan bien.
Pero nada tienen que ver Umbral y la narrativa inglesa.
Me gusta lo inglés, lo digo constantemente, es un universo aparte, paralelo, donde el conductor siempre va en el lugar del copiloto, para demostrar que el resto del mundo conduce al revés.
Todos los lunes a la caída de la noche voy a la biblioteca pública, a ver las novedades. Casi todos los libros de nuevos autores que están tan de moda en este mundo blog, suelen tener ahí su sitio. Pocas veces cojo alguna novedad, y de esas pocas veces, rara vez la leo. Para autor novísimo ya me tengo a mí mismo, el mejor de todos.
-De Aluche no puede salir nada bueno -dirá algún sentencioso.
-En Aluche, como en Albión (y sin parecido alguno) vivimos en un mundo autónomo, paralelo.
Neoplatonismo lírico frente a la prosa lluviosa, empírica.
Ayer, en la biblioteca pública, mirando en la sección de noveadades, me enamoré de ese libro de Thomas Hardy. Lo estuve hojeando.
Fue entonces cuando pensé que podría estarme toda la vida leyendo a los ingleses.
O alternarlos con Umbral, que sería como mezclar la mantequilla con el aceite de oliva.
En el trabajo, o en casa, cuando cocino croquetas, hago una mezcla de aceite y mantequilla para la masa.
Y me salen cojonudas, quien las probó lo sabe.
Umbraliano e inglés.
O como si Enrique Jardiel Poncela escribiera los guiones de los Monty Python.
O sea.



He gozado de esta novela de corte clásico. Corroboro las buenas críticas que ha tenido.
El ambiente, la profundidad psicológica del tratamiento de los personajes, y la trepidente trama. Yo la leía en el metro, o en el autobús, encaminado a tomarme unas pintas, por ejemplo.
Corroboro las buenas críticas que ha tenido, como esta de Fresán:
http://www.abc.es/abcd/noticia.asp?id=12205&num=910&sec=32
Es una historia tan melancólica como una tarde de lluvia y frío, de esas en las que uno llega a la conclusión de que lo que sucede no tiene por qué tener sentido, pero que la existencia, como la propia Imogen, la niña ciega de esta novela, es inevitable.
Y tan magnética como este tema de Victoria de los Ángeles, que puede ser, y es, banda sonora de la novela, ingrediente fundamental de esta obra.
Gracias, Gabs, amiga mía, por esta novela formidable.



"¿Por qué estás triste?" "¿Triste"?, dijo Rebeca volviéndose. "¿Yo? No. No me importa que llueva en verano. Hasta me gusta. Es mi lluvia favorita." "¿Tu lluvia favorita?" Dijo Thea. Recuerdo que frunció el ceño sopesando aquellas palabras, y luego exclamó: "Pues la mía es la lluvia antes de caer." Rebecca se sonrió al oír aquello, pero yo dije (en plan pedante, supongo): "Pero, cielo, antes de caer, en realidad no es lluvia." Y Thea me dijo: "¿Y entonces qué es?" Y yo le expliqué: "Pues es sólo humedad. Humedad en las nubes." Thea bajó la vista y se concentró una vez más en escoger los guijarros de la playa; cogió dos y se puso a golpearlos uno contra otro. Parecía que el ruido y la sensación le gustaban. Yo seguí: "¿Entiendes entonces que no existe la lluvia antes de caer? Tiene que caer para que sea lluvia." Era una tontería explicarle aquello a una niña pequeña; casi me arrepentía de haber empezado. Pero por lo visto Thea no tenía ningún problema en captar la idea; más bien al revés, porque al poco rato se quedó mirándome y meneó la cabeza con gesto de pena, como si discutir aquellas cosas con una idiota estuviera poniendo a prueba su paciencia. "Ya que no existe", dijo. "Por eso es mi favorita. Porque no hace falta que algo sea de verdad para hacerte feliz, ¿no?" Luego echó a correr hacia el agua sonriendo abiertamente, encantada de haberse salido con la suya gracias a su propia lógica.

domingo, 21 de marzo de 2010

Los libros del instituto


Cartas de amor a las Mama Chicho
Yo, que era el niñín más bueno del cole, el más pardillo, me encontraba en el bachillerato acusado por los dedos de todo quisqui, ¿quién ha hecho ésto? Se giraban hacia nosotros, los chicos que se sentaban al fondo del aula a la izquierda.
Tenía yo un amigo, compañero de putitre -éramos tres en realidad, pero uno de los tres se dedicaba a estudiar-, con el que compartía las peyas antes de clase de latín -donde sí pasaba lista aquel profesor estricto-. Nos pillábamos una litrona y nos sentábamos en algún banco de la barriada de Puerto Chico, junto al Parque Aluche. Mientras, coches patrulla de los municipales merodeaban junto a nuestra desvergüenza.
Luego íbamos a clase de Latín bien puestos, echándole el aliento etílico a las compis de delante, que extrañadas olisqueaban y murmuraban: huele a vino, huele a vino...
O eso, o nos sentábamos en la escalinata de la puerta de la sacristía de la iglesia más cercana, a escribirle cartas de amor a Patricia, una de las mama chicho. Luego las enviábamos a Tele Cinco, conocida por entonces como TeleTeta o TeleCulo. Nunca nos contestaron. Tampoco poníamos remitente. Las componíamos cigarrillo en mano, como dos bohemios actualizados, a principios de los noventa.

Primera lectura del Quijote
Como decía en el post de los libros de la escuela, siempre recibí con sumisión y sin queja los mandatos literarios de los profesores.
Hay que leer este libro, hay que hacer este comentario de texto, hay que hacer este trabajo.
Con mucho gusto, y si no me sabía la lección me la inventaba. Para hacer un comentario de texto no hacía falta saberse la teoría, bastaba con usar la imaginación. Recuerdo que hice uno sobre este soneto de Lorca que comenzaba así:

Ay voz secreta del amor oscuro
¡ay balido sin lanas! ¡ay herida!
¡ay aguja de hiel, camelia hundida!
¡ay corriente sin mar, ciudad sin muro!

Por eso, digo, la lectura del Quijote sólo me provocó goces sin fin. En fin.
Que aquel colega de litronas y cartas a las Mama Chicho un día me llega todo chulito y me dice: -yo ya voy por la página cientocuarenta del Quijote, ¿ah, sí? -me pico- Pues ahora te vas a giñar. Y al día siguiente ya estaba la carrera más igualada. Gané yo, claro, con un spring final de unas cien páginas de Quijote cada tarde. Él, el muy tarugo, no se llegó a terminar la obra cervantina.

La tumba de Larra
Es una pena que uno no pueda escoger, en esos años, a sus propios maestros. Yo, sin duda, habría elegido a un señor que presumía de ser escritor -había publicado unos cuantos libros, entre ellos vidas de santos-, al que apodaban el Boquerón, o el Gordo.
Un día, se llevó de excursión a la clase a ver la tumba de Mariano José de Larra, pues así se llamaba nuestro instituto. Según parece, declamando discurso o poesía, apasionado, cayó en la tumba abierta que había detrás suya. Qué cosas.

El profesor de Ciencias Naturales
Sin embargo sí tuve la suerte de tener a uno de esos profesores carismáticos que hacen de la clase un goce, sobre todo cuando se apartan de la maateria y del programa de estudios.
Una de las mejores clases de literatura que recuerdo nos la dio él, la tengo grabada en la memoria, tenía yo catorce años y cursaba primero de BUP.
Fue uno de los primeros días de clase, y como siempre, ni a él ni a nosotros nos apetecía aburrirnos.
-¿Qué libros os han mandado leer en Lengua?
-Trafalgar, de Galdós; Los Intereses Creados, de Benavente; Zalacaín el Aventurero, de Pío Baroja; El Tragaluz, de Buero Vallejo.
Libro a libro, nos fue desgranando los misterios y detalles de cada obra y autor.
Él tenía sangre vasca, por lo que nos relató de propina la historia de los Baroja.
A mí, de esos libros, me impresionó ante todo El Tragaluz, una gran obra del teatro de posguerra, en la que un hombre herido por la demencia se dedica a coleccionar fotos de gente cogiendo trenes, multitudes, y con una lupa engrandece los rostros y pregunta a los que con él viven:
-¿Quiién es este?
Este profesor de Ciencias Naturales sabía mucho de literatura, y más aún de cine. Bastaba que algún alumno, con pocas ganas colectivas de dar ciencias, le preguntaba si echaban algo interesante a la noche en la tele, para que este señor apartara el temario y nos analizara algún par de películas.
Un día nos dice:
-Esta noche hay un dilema, que no es tal para el que tenga vídeo. En la uno televisan Ser o no Ser, de Ernst Lubitsch, y en la 2, La Venganza de don Mendo, interpretada por el gran Sazatornil, en teatro, no en película.
Y nos deleitaba con su sabiduría, amando cada obra, narrándonos la trama de Ser o no Ser y recitándonos versos de Muñoz Seca.
Este maestro, además, presumía de tener un televisor aún en blanco y negro, porque el buen cine, según él, era siempre en blanco y negro.

El muchacho que se inventaba la vida de Jacinto Benavente
Es decir, yo. Cuando no sabía algo, me lo inventaba. Había que hacer un trabajo sobre Jacinto Benavente, y yo, a falta de bibliografía, me inventaba dichos que salieran por la boca de ese señor, para hacer relleno.
Luego la profesora, a la hora de dar las notas, me decia, tu caso es extraño, David, no hablas en clase, no participas, parece que estás siempre dormido, y luego me haces unos trabajos excepcionales.
Luego estaba aquel profesor de Literatura que decía, como no, que era incomprensible que le hubieran dado el nóbel a Echegaray, y que a Jacinto Benavente tenía un pase porque había escrito Los intereses creados, pero que un sólo verso de Juan Ramón Jiménez valía más que todo el teatro de Echegaray.
O aquel profesor que, mientras nosotros hacíamos comentarios de texto, leía Hijos de la Media Noche, de Salman Rushdie, de moda por entonces por sus polémicos Versículos Satánicos. Decía que no entendía cómo nos podía gustar Mecano, a él le gustaba Leonard Cohen.

Los libros del instituto
Los libros del instituto eran siempre buenos libros. Bien seleccionados por los buenos manuales.
Era la bondad de la literatura, en aquellos tiempos.
Leía una y otra vez los libros de teoría de Lázaro Carreter y de Tusón.
Luego había otro que leí por mi cuenta, lo recordábamos ayer tomando café, después de la comida: Introducción a la novela contemporánea, de Andrés Amorós, en Cátedra, uno de los libros más amenos de crítica literaria que haya leído.
Me gustó, lo he dicho, El tragaluz.
Me gustó El Árbol de la Cienca, de Baroja, me gustó tanto que lo releí.
De éste también, La Busca, con su relectura, y finalizado el instituto, leí la trilogía completa de La Lucha por la Vida.
Me gustaba la poesía de Celaya y Blas de Otero.
Me gustó, tan vanguardista y compleja, Tiempo de Silencio, de Martín Santos.
Había que leer un libro de ensayo, entre una lista de varios, y yo elegí, Desde la Ventana, de Carmen Martín Gaite.
Son tantos que ni me acurdo.
Luces de Bohemia, de Valle-Inclán, que también mereció relecturas.
San Manuel Bueno, Mártir, de Unamuno, al que he seguido leyendo, siempre.
Libros que no fueron elegidos para torturar al alumno, si no para que sus ojos miren, lean, las miserias y maravillas del mundo.

martes, 16 de marzo de 2010

Una educación



Jenny bajo la lluvia, tocando el chelo y bebiendo café y fumando con las amigas, uniformadas las tres.
Jenny, cuando habla, añade a su discurso frases en francés, quiere vestir de negro y ser existencialista, ir a París y leer muchos libros.
Jenny, de camino a Oxford, atravesando la verde, verdísima, campiña inglesa.
Es una chica brillante, inteligente, que todo lo saca con nota, obvio, cómo no, que dice siempre la profesora de literatura. Ella, Jenny, es la niña de sus ojos.
Menos el latín, que se le tuerce. Ella sabe mucho, pero no sabe latín, por eso para su cumpleaños le regalan varias personas el mismo diccionario de latín.
El padre de Jenny piensa mal del medio noviete de Jenny, un chavalín en bicicleta que posiblemente quiera ser escritor. Sin embargo piensa bien del otro, el hombre que le va a enseñar los placeres de la buena vida, el que se la quiere llevar a París, y de paso al huerto.
El padre de Jenny admira a los hombres que conocen a escritores famosos, pero no admira a los escritores, no es lo mismo.
Jenny está a un paso de entrar en Oxford, pero cuando conoce a David -no vuestro príncipe, claro-, como que prefiere vivir la vida y se vuelve respondona con su profesora de literatura y hasta con la directora, Emma Thompson.
Luego, cuando la abofeteande verdad se sepa, tendrá que tragarse su orgullo. Es una historia que puede ser vista como una cura de humildad.
Pero a uno, de esta película, más que el guión le gusta el conjunto de estampas de té y campiña inglesa. Las adolescentes de uniforme escuchando los discos de Juliette Gréco, con un cigarrillo y el sueño bohemio del existencialismo.
Luego está David -llamado como este príncipe existencialista y bohemio-, que no es existencialista ni bohemio si no hedonista y rufián, yo me acordaba del personajes de la Highsmith, Tom Ripley, el exquisito tratante de arte, falsificador y cínico.
Él le enseña los ambientes de jazz, los Beatles aún no han saltado a la fama para revolucionar a la juventud, que por ahora, hasta el año 63, adora a los cantantes franceses y el jazz.
A uno le gusta la estampa de Jenny desayunando en pijama mientras lee un libro, ajena a la algarabía de los padres discutiendo. Llega la carta de Oxford en ese momento...
O el estudio forrado de libros y de pinturas -que son postales, le aclara- de la insobornable y soltera profesora de literatura, a la que Jenny recurre para pedir ayuda, y la profesora le dice que cúanto ha esperado ese momento.
Una atractiva colección de estampas con todo el sabor a una inglaterra en tránsito. O cuando la muchachada de las novelas de Enid Blyton crece.

domingo, 14 de marzo de 2010

Los libros de la escuela.



Puede resultar atípico, pero siempre asumí con gusto las obligaciones escolares …, únicamente en lo que a lectura se refiere.
Nunca fui buen estudiante, pero siempre se me dio bien la Literatura, hasta el punto de ser admirable ante los ojos de los maestros. Llegué al extremo, en el bachillerato, de suspenderlo todo, menos Literatura, materia en la que no bajaba de notable.
Durante muchos años tuve el libro de Fernando Lázaro Carreter y Vicente Tusón como libro de cabecera.
Pero vayamos al principio, a la línea de salida. Este post constará de tres episodios, con la única publicidad de algún trailer de cine con el comentario correspondiente y de alguna reseña de algún libro.
Estos artículos, para más señas, son un encargo. Sin recargo.
Yo soy mozo bien mandado, la mar de obediente, oceánicamente abnegado.
En realidad, sólo el bachillerato merece episodio autónomo. Escuela y universidad, sin embargo, van extrañamente vinculadas, aunque el orden será cronológico, paso a paso.
Fue gracias a los estudios de Narratología y de Historia Medieval en la facultad de Humanidades cuando una tarde de un Sábado, como afectado por una extraña fiebre, volví a los viejos libros de cuentos que aún quedaban sobre las literas de mi alcoba. Entre ellos, ese mismo de los hermanos Grimm que podéis ver más abajo.
Acababa de ser herido por el flechazo neoplatónico de Arquetipo y Fábula en fecundo matrimonio sobre fertilísimo reino.




En la EGB, que yo recuerde, pocos libros nos obligaron a leer. Sí nos recomendaban que leyéramos, y que nos hiciésemos socios de las bibliotecas populares. Las lecturas eran en clase, en voz alta, en los libros de Senda en los que junto a una narración con personajes propios -recuerdo sobre todo a Roulotte y a Clavileño-, se ofrecían una buena selección de textos literarios, ahora recuerdo aquel poema lorquiano “el lagarto está llorando/ la lagarta está llorando”.
Así que tuvimos la ventaja de ser libres para buscarnos la vida de lectores en singular aventura.
Pero atengámonos a lo que es lectura de escuela, serían muchos episodios los que harían falta para narrar las tribulaciones enamoradas del niño lector que fui.
No nos mandaban leer tal libro, si no leer, tan sólo eso.
Es gracioso, era yo el que llevaba los libros a la escuela, a petición de los maestros.Un día doña Blasa -llamémosla así-, en segundo o tercero, me vio con un libro de la colección Cuentos Escogidos, de la editorial Susaeta, y me pidió que lo llevara al día siguiente para hacer el dictado. Se me olvidó, y me lo pidió para otro día. Sucedió que cuando yo lo llevaba, no había dictado, y cuando había dictado, se me olvidaba. Hasta que un día coincidimos, felizmente.
Algo parecido sucedió en cuarto, con el libro sobre sexualidad ¿De dónde venimos?, de Peter Mayle, de la editorial Montena. Este libro me lo regaló por un cumpleaños mi hermana, diez años mayor que yo.
Un libro claro, con graciosos dibujos de papás y mamás desnudos y regordetes. Ese libro lo llevaba a clase y circulaba de mano en mano. Eso, acompañadas de las lecciones de Don Fermín -llamémos así a este maestro-, hizo de nuestra preadolescencia un tiempo de información, como un clasicismo grecolatino, luminoso, que vino a ser derrotado pocos años después por la mojigatería de otros profesores, que o se saltaban la lección o nos mandaban a informarnos a las fuentes familiares, que a la vez nos indicaban la dirección del colegio para que ciertas cosas nos las enseñaran los docentes, que para eso les pagaban. Llamemos a este tiempo edad media o edad oscura.
En sexto, el profesor de Lengua y Literatura, don Damián -cuyo nombre es similar, pero no el mismo-, nos mandó crear una biblioteca que organizaríamos nosotros, con libros propios y sus respectivas fichas. Yo llevé ET, el extraterrestre, novela en que se basó la célebre película. Entre otros, el único que recuerdo pedir prestado, fue Tarzán de los Monos, de Edgar Rice Burroughs.
La biblioteca del colegio es tema aparte, una pena. Llegábamos allí, escogíamos de una lisa, dábamos el número, y nos daban otro de carácter distinto. Nunca olvidaré cómo pedí un Quijote ilustrado y me dieron un tratado de termodinámica eslavojaponesa, o algo así. Había compañeros que hasta lloraban, por no tener el libro solicitado. Hasta que se dieron cuenta de que era mejor que escogiéramos con nuestros ojos y cogiéramos con nuestras manos. Entonces volaban los tintines, asterix y mortadelos.
Sólo recuerdo un libro que leí por mandato o recomendación de doña Severina -su nombre también comenzaba por S-, en octavo de EGB: Miau, de don Benito Pérez Galdós.
Doña Severina, además de ser la única persona que me echara de clase alguna vez -por uno de mis ataques de hilaridad en la explicación de las oraciones recíprocas-, era también adorable cuando nos deleitaba con anécdotas y reseñas literarias. O cuando nos narraba las peripecias del conejo de sus hijos.
No solía moverse de la silla, y era seria, estricta y engolada, embutido su corpachón en una bata blanca. Pero cuando tocaba el momento de hablar de libros, en raras ocasiones, su carisma le convertía en un ángel, y la obligación de la lección era un refresco, un placer.
Está claro que era su pasión, qué duda cabe. No podía evitar contarnos la novela y contarnos el final, aunque fuéramos a leerla nosotros. Daba igual, el placer era mayor después de esa hora de la tarde.
Un año después, en primero de BUP, encontraría un profesor de pasión similar por los libros, pero no era profesor de Literatura, si no de Ciencias Naturales.
Pero de esto hablaremos en el próximo episodio.

viernes, 12 de marzo de 2010

Miguel Delibes y los libros de Miñón



Cuando era niño me regalaban muchos libros, sobre todo por Navidad, no podía faltar en mi lugar, junto a algún juego de mesa, algún tomito que a buen seguro devoraría en los próximos días. Entonces sí que leía de verdad, y entonces sí que me afectaba lo que leía, quizá de espíritu, porque la razón ya sabía la diferencia, pero algo en mí se creía la letra escrita. Y no dejaba, como hoy, los libros apilados en cola de espera.
Llegaba a leer dos libros al día, cualquier día de las vacaciones de Navidad. Por la mañana Feral y las cigüeñas, y por la tarde El bolso amarillo, de una tal Bojunga Nunes -sonoro nombre que se me quedó grabado-.
Aquellos días también leí Danny campeón del mundo, de Roal Dhal.
Eran habituales los libros de la editorial Miñón, reconocibles por los cuadritos en la portada, nunca faltaban en los escaparates de las librerías.
Coleta la poeta, de Gloria Fuertes, cayó una Navidad, me lo leí en un pis pas.


Unas navidades me regalaron, de esta editorial miñón, Mi mundo y el mundo, una selección para niños de la obra de Delibes, escogida por él mismo.
Eran dos partes, Mi mundo estaba compuesto por capítulos de su obra de ficción, como La sombra del ciprés es alargada o El camino. El mundo eran crónicas de sus viajes, recuerdo un capítulo sobre Nápoles y otro sobre una ciudad de Estados Unidos, creo que Nueva York, y tengo aún grabado el relato de su odisea por encontrar un buen café, cargado y contundente, para beber casi de un trago, como hacemos los españoles e italianos con el café expreso. Al final lo encontró, pero ¡oh, sorpresa! En un gran tazón, no en una tacita. Y es que los americanos lo hacen todo a lo grande, concluía Delibes.
Era una selección para niños, cierto, pero tenía todo el contenido maduro de esta literatura enormemente adulta de este gran hombre que se nos fue ayer. Libros como El camino son buenos libros para los niños, indican el camino de la madurez sin ñoñerías.
Pero este libro lo leí completo más tarde, de adolescente, cuando aquel primer dolor literario -con lágrimas- me parecía lejano, y cosa de niños.
El primer fragmento seleccionado era un capítulo de La sombra del ciprés es alargada, en la que uno de los personajes enferma y vomita sangre.
No tenía yo más de diez años, dejé el libro aparcado, con una atroz angustia vital al leer algo que sonaba tan veraz, que era real, vivible.
Y no esa sarta de mentiras encadenadas que solemos leer, ya de mayores, porque no hay ficción que por muy realista que presuma ser sea una distorsión, una distancia.
Miguel Delibes fue el primer maestro literario que tuve de esa franqueza real, sin distorsión ni distancias.

jueves, 11 de marzo de 2010

¡Cielo santo!



Ya sólo me queda ver a La Pantoja cantándole el voulez vous coucher avec moi (versión castellana) a don Enrique Vila Matas y me corto la coleta en este mundo cruel de las artes y las letras.

miércoles, 10 de marzo de 2010

El mal de Portnoy, de Philip Roth



Si eres joven y eres rico
¿qué más quieres, Federico?
(Popular)

Nunca entendí muy bien eso del psicoanálisis, tú pagas a un tío, te tumbas en un diván y sueltas lo primero que se te viene a la cabeza.
En los skecht de humor vemos la parodia de un psicoanalista dormido, o yendo y viniendo sigilosamente tras el paciente, sin que este se dé cuenta.
Luego intento informarme en qué consiste el tratamiento, puesto que no sale nada, en las películas y los libros, sobre la manera en que el analista pueda encauzar tanto problema.
Cuando intento informarme, digo, vuelvo a leer lo de siempre, las teorías y métodos freudianos. Se supone que hay que dejar que el paciente raje, el doctor calla. Supongo que si me pusieran un diploma, aunque fuese falso, en la pared, me comprara una libreta en el chino de abajo, y con gesto adusto y amabilidad invitara a la confesión, me iba a forrar. Luego hay que poner cara de nada, no mostrar emoción alguna, para que el paciente no te identifique con un valor preconcebido.
Cada vez que intento comprender algo sobre psicoanálisis, termino leyendo algo sobre Jung, discípulo freudiano que dice cosas más sabrosas, lindezas para los oidos de este vuestro príncipe, que va en busca enamorada de los arquetipos.
Me siento como si me hubieran robado la segunda parte de la obra, ¿aún no está escrita? Justo termina con la voz del doctor, después de trescientas páginas de monólogo, dice el doctor una frase y ahí se acaba.
Quiero ser testigo de lo que el doctor tiene que decir al respecto.
Pero me parece que mi curiosidad no va a ser saciada.
Luego me acuerdo de Woody Allen, que tiene más de un parecido con Alex Portnoy: es de origen judío, norteamericano, y va al psicoanalista gastándose los dineros que podría ahorrarse en la mitad. Me invitáis a mí a unas cañas y abro las orejas que da gusto verme.
Esta novela es una pataleta.
Yo le veo, a Alexander Portnoy, como a un tipo afortunado, brillante y deseado.
Al psicoanalista sólo van los que se lo pueden permitir, los que tienen dinero. Creo que la seguridad social no cubre los gastos del diván. Para el pobre, supongo, no hay mejor analista que el camarero del bar de enfrente.
Antes los ricos tenían a los curas para contarles sus cositas, en el confesionario.
Hoy Ana Ozores, La Regenta, no sería una damita con accesos místicos, su diagnóstico sería la histeria y don Fermín de Pas su psicoanalista enamorado. Y atormentado.
¡Queremos una versión de las crónicas de Vetusta ya!
Lo que ocurre es que en el confesionario no se daban tantas comodidades, había que arrodillarse y luego andar descalza en procesión, para redención de los pecados. Aparte la vergüenza de las reprimendas del sacerdote.
En el psicoanalista te tumbas, y hablas de lo que te de la gana sin que te digan nada. Y, si la cosa funciona, lo mismo te curas y te liberas.
Yo, de mayor, quiero ir al psicoanalista. No me confieso desde que hice la primera comunión, tenía nueve añitos y el padre A. se ofreció a ayudarme a soltar la húmeda con preguntitas: venga, dí, ¿no miras con tus amiguitos revistas de mujeres desnudas?
Si hoy fuera al confesionario no sé con qué cara le diría al cura que tengo el síndrome de San Antonio, que las veo a diario desnudas por la calle.

La tentación de San Antonio. Eugenio Salvador Dalí.

La novela en cuestión es la historia de su vida contada por él mismo a su analista. Alexander Portnoy, de 33 años, que fue el alumno más aventajado y el niño de su mamá, que no necesita sueños porque se le realizan con una facilidad envidiable, no puede con el peso de la culpa y culpa a su mamá perfecta, a su papá estreñido y trabajador, a la comunidad judía en la diáspora a la que pertenece, a las muchachitas cristianas a las que se liga y que luego se quieren casar con él y él huye al psicoanalista.
Tiene momentos hilarantes, es una novela de la exageración, género que estimo más que otros. Sí, hablo de novelas naturalistas e increíbles, que van desde el Gargantúa de Rebelais al Mary Tribune de García Hortelano, pasando por El Quijote y las novelas de Bryce Echenique.
Me han gustado, además, las estampas de costumbres judías. Exotismos que uno aprecia, fisgón de cocinas soy.

¿Sueños? ¡Ojalá! Pero yo no necesito sueños, doctor, de ahí que rarísimamente sueñe; porque tengo mi vida, en cambio. ¡En mi caso, todo ocurre a plena luz! El pan nuestro de cada día, para mí, es lo descomunal y melodramático. Las coincidencias que se dan en los sueños, los símbolos, las situaciones espantosamente irrisorias, las trivialidades curiosamente siniestras, los accidentes y humillaciones, los golpes de suerte insólitamente bienvenidos, o las rachas de infortunio que otras personas experimentan con los ojos cerrados, todo eso, ¡yo lo tengo con los ojos de par en par!
Philip Roth, El mal de Portnoy, trad. de Ramón Buenaventura.


Las tentaciones de San Antonio Jan Wellens de Cock

lunes, 8 de marzo de 2010

Día de la Mujer Trabajadora



Cuelgo el mismo vídeo que el año pasado, con las canciones de Bjork en la película Bailar en la Oscuridad, de Lars Von Trier.

domingo, 7 de marzo de 2010

El Poeta, de Cirlot-Bunbury




Ese hombre de cabellera dispersa,

No es otra cosa que el exhumador

De un mundo antes irredento.

Ha aprendido sufriendo formulas mágicas

Que los otros desconocen:

Conjuros para evocar y recrear las danzas interiores.

Razas sordomudas, perdidas en sus parajes profundos,

Cobran voz bruscamente y,

Desde el valle dormido bajo la niebla,

Ese coral suena iluminando

Regiones desoladas o magníficas,

Así, hasta que toda la tierra se convierta en eco.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Cuatro de Marzo



Al igual que el genuino Lucio Dalla, yo también nací un cuatro de Marzo -aunque treinta años después-, y también tengo un buen puñadito de canciones.
Otro que nació un cuatro de Marzo fue el inmenso Vivaldi, del que se cuenta que dejaba a sus feligreses con la palabra en la oreja porque se le había ocurrido cualquier genialidad de las suyas y sin tardanza tenía que pasarla a partitura.
Un cuatro de Marzo también nació el poeta de la generación de plata -así llaman la edad de los del veintisiete- Emilio Prados, al que dediqué mi último post sobre simbolismo.
Hoy me comentaba mi madre que nací en Domingo, a las dos de la tarde, y que hacía muy bien tiempo.
Es decir: yo soy la hora del aperitivo en día festivo, con el buen tiempo de las primeras minifaldas a la salida de la iglesia y de los niños en el parque y de las patatas fritas de churrería y de las paellas, los pollos asados, el intercambio de los cromos de los chavales vestidos de domingo.
Recuerdo las mañanas de Domingo con mi padre y mi hermano pequeño en El Rastro, en La Casa de Campo, en el Parque Aluche mirando partidos de fútbol.
Más adelante, recuerdo las resacas de los Domingos por la mañana, horas después de haber sudado infames cócteles baratos, y de haber bailoteado y charlado con alguna maja de Goya actualizada, momento que me salvaba de toda la frustración y cansancio de la semana.
Los Domingos por la mañana desayunábamos o tostadas de ajo o migas extremeñas.
Ya en la veintena, mi hermana y yo escuchábamos -mientras los otros hermanos dormían- cualquier cinta de baladistas progres, como Silvio Rodríguez, el más grande de los que han musicado un poema propio, mío. No sé por qué sus canciones siempre me devolvieron como una bofetada al centro de mí mismo. Leíamos El País, si acaso yo compraba otro, El Mundo, por ejemplo. Siempre me gustaron las ideas contrarias a las mías. La libertad, la claridad, la concisión, -cada día me doy más cuenta-, siempre está más allá de mí mismo. Por ello siempre me planteo lo contrario de lo que me están diciendo.
Lo peor de los domingos siempre fueron las tardes, que no son más que el fracaso de un proyecto, la defunción semanal de siete posibilidades que no llegaron a cuajar. Por eso tengo suerte en tener un trabajo en el que uno de cada dos domingos se trabaja.
El Domingo, pongámonos ramonianos, es el único día en el que uno puede beber todo el vino -o cerveza- que guste en la comida sin que le amonesten.
Los árbitros del luto siempre están, en esa hora del mediodía, preparando las rojas y las amarillas para el ocaso del Domingo.
Sigamos ramonianos, que Gómez de la Serna, al igual que el menda, se paseaba por el Rastro para luego metaforizar la misma vida.
El mediodía del Domingo es el paréntesis en el que uno puede ser el que no le dejan ser entre semana.
Se puede ir vestido de etiqueta sin que le miren como al maniquí del escaparate.
Uno va a tomar café, a las cuatro de la tarde, y los hay que siguen con el vermut y las cañas de las dos de la tarde, alargando el paréntesis, porque son sabios que conocen el misterio de toda narración: todo lo que no es necesario para el relato tiene cabida en el paréntesis.
En el paréntesis los árbitros, lo dije, no sacan las tarjetas -pese a que las preparan-. Tú, en el paréntesis, puedes llamar hijodemalamadre, joputa, desalmado y ladrón y chorizo y maricón al árbitro, que eso no cuenta para esta quiniela de la vida.
El mediodía del Domingo son las postrimerías del carnaval sabático, cuando uno suelta la última blasfemia antes de ser juzgado, recién comulgado, si es que ha asistido a misa de doce o una.
Pero no tememos a Dios los domingos por la tarde, ya que nos enfrentamos con nosotros mismos, el peor juez, el más inclemente y menos misericordioso siempre será uno mismo. Es la hora de la recriminación por la hora vacía.
Pero los artistas del vino y de la caña, los que estiran paréntesis como tirachinas para dar al destino -o narración convencional-, saben que toda hora vacía es el paréntesis que necesita ser llenado con lo que está de más. O, como todos sabemos, con la aclaración y rendición de cuentas para ese resto de semana que es toda la semana, el relato en sí.
Un paréntesis redunda, aclara, interfiere, suma, pregunta, suspende, molesta, hace y deshace.
Entre paréntesis se llama esa obra del Literato con mayúsculas Bolaño, que reúne sus discursos y paréntesis a su propia obra. A su propia vida.
Si restáramos todos los paréntesis de las obras de escritores como Javier Marías, éstas perderían peso, ganarían ligereza, pero no tendrían sentido.
Yo siempre estoy poniéndome paréntesis a las horas, o quizá viceversa, las horas convencionales serían los paréntesis a mi propia vida.
Uno duerme, siestea, o símplemente divaga, y es un paréntesis cargado con pinturas surrealistas, dignas de psicoanálisis.

Con una vida como la mía, doctor, ¿para qué los sueños?
Philip Roth, El mal de Portnoy

Pero está por crear la novela con la vida tal cual es, en la que los paréntesis ( ) retratarían todo lo que uno sueña mientras duerme, siestea, divaga.
El otro día soñé con vino, por ejemplo, hacía tiempo que no compraba una botellita por el mero placer de beberlo sin complejos, con la excusa del paréntesis que es el cumpleaños de uno.
Hoy he comprado varias botellas de vino, un espumoso francés (Dubois), un Cariñena, un Ricardo Benito.
El último lo hemos bebido hoy, sorprendente la etiqueta de vino de mesa, porque sabía mejor que muchos riojas y que algunos riberas. Muchos Domingos a las dos de la tarde volvíamos de vuelta de Cadalso de los Vidrios ,pasando por Navalcarnero, donde están estas bodegas.
A veces uno se piensa que la vida es magra y el paréntesis es la grasa. Pero un jamón sin vetas de tocino ni es jamón ni merece la pena catarlo.
El mejor jamón, lo sabe (atento a su sabor) quien lo prueba, es el veteado.
La mejor vida es la que está llena de paréntesis, no demasiado largos, anchos, duraderos; pero sí frecuentes, tan pegados a lo magro que logre la fusión matrimonial del momento perfecto.
Y nada más.

Esta extraña tarde
desde mi ventana
trae la brisa vieja
de por la mañana.

No hay nada aquí
solo unos días
que se aprestan a pasar
solo una tarde
en que se puede respirar
un diminuto instante
inmenso en el vivir
después mirar la realidad
y nada más, y nada más.

Ahora me parece
que hubiera vivido
un caudal de siglos
por viejos caminos.
Silvio Rodríguez